lunes, 24 de mayo de 2010

COLECCIONISMO DE ARTE. PRIMERA PARTE.





La necesidad de poseer aquellos objetos que le deslumbran, hasta convertir su afición en una obsesión, hacen del coleccionista un personaje singular y apasionado. El acaparador de objetos de arte nunca es un personaje mediocre, si bien su figura siempre causa incertidumbre y cierta extrañeza, suele ser un personaje acaudalado y con una vida que roza la leyenda. Crearon patrimonios personales y los conservaron para bien de su propio ego, pero que fueron factor indispensable en la historia de la cultura mundial. Gracias a las ansias de posesiones artísticas de reyes, pontífices, nobles y burgueses han llegado a nosotros cientos de obras que, tal vez, hubieran desaparecido. En muchos casos, los coleccionistas han jugado el papel importante de ser mecenas de artistas o movimientos artísticos que sin su esfuerzo no hubieran ni siquiera existido.

Tanto el cine como la literatura nunca supieron aprovechar el filón que podía ofrecerle este tipo de personaje. El rol de coleccionista no es muy empleado por los guionistas para desarrollo de sus argumentos. Su psicología y personalidad se han visto reflejadas en el cine a través de personaje de muy diversa índole, pero casi siempre colocando la colección o su afición en un segundo plano. En la mayoría de los casos ocuparon papeles excesivamente secundarios, sin apenas importancia en la trama y más bien con afán burlesco, representados y caricaturizados como huraños.

El coleccionismo como fórmula para obtener el poder terrenal pudo llevar a Julio II a hacer oídos sordos a las penurias de su pueblo. En El tormento y el éxtasis (Carol Reed, 1965) presenciamos como el pontífice, para su mayor gloria, obliga a Miguel Ángel a abandonar su producción escultórica para pintar la Capilla Sixtina. La pelea artística, con una extraordinaria producción, nos acerca al sufrimiento del artista (Charlton Heston) para dar gusto a su mecenas y coleccionista de la belleza (Rex Harrison). Este mismo reflejo de coleccionar con dinero ajeno para engrandecerse, nos queda suficientemente reflejado en el viaje iniciático desde el monasterio al mundo real de Andrei Rublev (Andrei Tarkovsky, 1966), un monje pintor de iconos rusos del siglo XV que es contratado para pintar los frescos de la catedral de la Asunción de Moscú. Cuando el juglar Cirilo pide perdón por pegar a Andrei, le dice: "tu gran pecado es que Dios te ha dado el talento para pintar, cosa que no me ha dado a mí a pesar de mi vida sin pecados, y sin embargo, tú... te permites el lujo de no querer pintar"

Los monarcas, por el poder que tienen de las imágenes entre sus contemporáneos, sienten la necesidad de que sus familias queden retratadas para demostrar su superioridad y para la posteridad. El retrato se convertirá en el género de moda, objetivo principal de las colecciones reales y el encargo por excelencia. Uno de los más grandes coleccionistas de la historia, Felipe II, es retratado en infinidad de películas quedando su máxima virtud en un plano decorativista. El rey mecenas plasmó su gusto artístico en todos los rincones de su gran proyecto, El Escorial. El thriller histórico La conjura de El Escorial (Antonio del Real, 2008) nos ofrece los contactos del monarca con Tiépolo, Sánchez Coello o El Greco pero no llega más lejos dentro de sus colecciones que Don Juan en los infiernos (Gonzalo Suárez, 1991) donde ya aparecía la magnitud del palacio. Ambas dieron paso a la reciente y fallida El Greco (Iannis Smaragdis, 2007), el pintor cretense recaba en Toledo rechazado por el monarca coleccionista español debido a su manierista estilo.

La figura de su nieto, Felipe IV, que seguiría la tradición acaparadora de su abuelo, siempre recibió del cine un tratamiento injusto. Como en El rey pasmado (Imanol Uribe, 1991) basada en la novela Crónica del rey pasmado de Gonzalo Torrente Ballester. El rey, que fue el mecenas de Velázquez, influyó sobremanera en la difusión de la cultura del siglo XVII en España, el Siglo de Oro. En su palacio del Buen Retiro se representaron las mejores obras teatrales de Calderón de la Barca y Lope de Vega. El cine español estaba más pendiente de las escenas de cama que de los gustos artísticos del monarca.

Otra película española, Goya en Burdeos (Carlos Saura, 1999) nos narraba el exilio del pintor aragonés en Francia. Los recuerdos de su juventud realizados con flashbacks nos muestran al joven artista en los vericuetos de la corte de Carlos IV y, principalmente, a Cayetana, la Duquesa de Alba, una mujer coleccionista que redibujó su vida y moriría asesinada, como cuenta la fallida Volaverunt (Bigas Luna, 1998)

Tal vez los costes de producción de las películas históricas hayan repercutido en preferir narrar las virtudes belicosas y amatorias de la realeza y la aristocracia que las virtudes artísticas. Así en todos los biopic de pintores, pocos escultores, que abarcan desde el barroco hasta el impresionismo nos encontramos a marchantes y comitentes de una forma muy superflua y nunca al coleccionista como tal. Tal es el caso de Rembrandt (Alexander Korda, 1936), de Caravaggio (Derek Jarman, 1985), de Joannes Vermeer en la más actual y preciosista La joven de la Perla (Peter Weber, 2003) e incluso Rodin en La pasión de Camille Claudel (Bruno Nuytenn, 1988) 

Pero será al narrar el avance del poder industrial y de los enriquecimientos empresariales cuando encontremos algunas verdades acerca de los coleccionistas burgueses a ambos lados del Atlántico.

EL CINE YA NO EXISTE.

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